No necesitamos tantas razones para hacer o decir lo que tenemos ganas.

lunes, 23 de febrero de 2009

Cobardía.

Hace un tiempo, más específicamente hace casi seis meses, vino mi madre a visitarme a Guatemala con el propósito de participar en mi casamiento. Hizo un viaje de alrededor de quince mil kilómetros sola, lo menos que podíamos hacer con Kari era sacarla a pasear a conocer el tan lindo e interesante país en el que resido. La verdad me gustaría haberla llevado a muchos más lugares, como me pasa con cada persona que viene de visita. Me gusta que conozcan mi nuevo mundo, mi nueva realidad. Paisajes, personas, lugares y elementos completamente distintos a los que conocí durante toda mi vida, completamente distintos a los que los visitantes están acostumbrados.
Como a mi vieja le gusta la playa uno de los destinos obligatorios era Monterrico, un pueblo en la costa del Pacífico: Arena negra, agua verde, mariscos, mucho calor y hoteles en la orilla del océano.
Nos alquilamos un búngalo con cocina, baño y dos habitaciones. Nunca hay mucho para hacer así que prácticamente que pasamos todo el tiempo en la playa y el hotel.
Una noche, luego de cenar, escuchamos que un hombre -el que supongo era alguien del hotel- llamaba a otra persona a la playa. Nunca entendimos muy bien para que era pero como vimos dos o tres personas siguiéndolo hicimos lo mismo. La noche era extremadamente oscura, casi sin luna ni estrellas, y en la playa la arena de color negro dificultaba aún más la visión. Apenas a unos metros del hotel, en una cancha de voleibol playa, había una tortuga gigante enterrando sus huevos. Con sus patas traseras estaba empujando arena dentro de un hoyo tan profundo que parecía imposible que hubiera sido construido por semejante animal, seguramente un trabajo de muchas horas. Éramos un grupo de seis personas, cinco de ellas muy asombradas, contemplando un evento natural que no muchos ojos tienen la dicha de presenciar.
De repente, mimetizados con la noche, aparecieron dos niños de menos de 8 años agachados detrás de la tortuga. Comenzaron a excavar retirando toda la arena que la tortuga, con mucha paciencia y esfuerzo, había logrado derramar sobre los huevos. De uno en uno fueron arrebatándole sus futuras crías a la tortuga mientras ella, con sus aletas traseras ya cansadas, hacía un último exasperado esfuerzo por evitar la catástrofe.
Estábamos los tres ahí, paralizados ante semejante demostración de crueldad sin saber como reaccionar, sin saber si reaccionar. Permisivamente inmovilizados.
Mamá apenas expresó palabras en el resto de la noche. Kari y yo tratábamos de convencernos de que toda reacción hubiera sido en vano, excusando nuestra insensata cobardía.